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Crónica del rapto del Altar

Tumbalá y la Resistencia Ancestral en la Isla Puná.

  • Mar 07 2025
  • Tony Balseca
    is visual artist and cultural manager.

Importancia crucial para los pueblos subordinados: afirmar tradiciones culturales indígenas y recuperar historias reprimidas. -- Franz Fanon

 

1. Apología de Tumbalá

Cruzando el caudaloso río Guayas, un delta del Pacífico, atravieso sus aguas hacia Puná, la tercera isla más grande del Ecuador. Diviso el Zambapala, cerro sagrado de Puná, que late con proclamas ancestrales. Tres mil mártires decapitados por Francisco Pizarro lo atestiguan; y sus espíritus susurran lucha y resistencia.

Peregrino a las fiestas de la Virgen de las Mercedes, patrona de los pescadores, de la comuna ancestral de Campo Alegre, en el centro de la isla. El aire es denso, cargado de humedad tardía, y el sol se oculta en el mar con la imponencia de un dios, mientras me adentro en la isla, entre manglares y senderos veraniegos que se inundan en inviernos recios. La brisa de los esteros trae un olor salitroso. 

Estoy rodeado de manchas de ceibas gigantes, esos árboles de ramas rizomáticas que se alzan como antiguas matriarcas custodiando la isla. En la distancia, una imagen surrealista: una alfombra blanca de copos de lana de ceibo cubre el bosque seco, me invita adentrarme más. Voy acompañado de un soundtrack de Ennio Morricone que parece develar lo que esconde este trópico triste.

Llevo celosamente un libro—biblia, que conseguí mientras escudriñaba en un almacén de libros usados en los exteriores de la Universidad Estatal de Guayaquil: Las crónicas del Perú de Pedro Cieza de León, me arrojan a un golfo del Mar del Sur donde las conchas “Spondylus prínceps” empalagan sus costas.

“Pues luego que Guaynacapa se vio apoderado en la provincia de los guancavilcas y en la de Túmbez y en lo demás a ello comarcano, envió a mandar a Tumbalá, señor de la Puná, que viniese a hacerle reverencia, y después que le hubiese obedecido, le contribuyese con lo que hubiese en su isla. Oído por el señor de la isla de la Puná lo que el Inga mandaba, pesóle en gran manera, porque siendo él señor, y habiendo recibido aquella dignidad de sus progenitores, tenía por grave carga, perdiendo la libertad, don tan estimado por todas las naciones del mundo, recibir al extraño por solo y universal señor de su isla, al cual sabía que no solamente habían de servir con las personas, mas permitir que en ella se hiciesen casas fuertes y edificios y a su costa sustentarlos y proveerlos, y aun darle para su servicio sus hijas y mujeres las más hermosas, que era lo que más sentían.”

Los puneños, la mayoría de ellos pescadores y buzos de profesión, tienen una personalidad franca, abierta y valiente. Aquellos que se lanzan al mar cada día para pescar son nadadores natos; desde niños aprenden a nadar en las aguas del Golfo. Sus facciones, marcadas por el sol y el viento, son inconfundiblemente guancavilcas, como los antiguos comuneros. Hoy, los cholos pescadores de la costa llevan en sus rostros la prueba de esa herencia ancestral. Cada uno de ellos, de alguna manera, parece reflejar a Tumbalá. Me los imagino, quinientos años atrás, reunidos en este mismo sitio, discutiendo estrategias, resistiendo la conquista y protegiendo su territorio con el mismo coraje que aún perdura en su sangre.

Tumbalá, señor de las islas, se encuentra en cónclave en su templo. En su centro, un altar azul añil donde están esculpidos un cocodrilo y un jaguar. A su alrededor, siete caciques. Hasta Colonche y Baltacho de la tierra de Chanduy acudieron a su llamado. El sonido del agua corriendo acompaña a los caciques, que esperan silenciosos su decisión. El aroma a palo santo llena el templo mientras los sacrificios se ofrecen al sol, a la luna y al mar. Tumbalá reflexiona sobre el mandato del Sapa Inca. Pero Tumbalá, de un linaje milenario de marinos mercantes que recorrían desde México hasta Chile, conocía el don valioso de la libertad. Con estrategia oriental decide fingir una paz mientras, en el templo, los cánticos y atabales se elevan como una oración.


2. El nefando pecado del Altar Ceremonial

El baile ha comenzado. Fuegos artificiales iluminan el cielo, mientras la Virgen de las Mercedes recorre el pueblo con la banda tocando detrás. Entre una cerveza y otra, les hablo a los comuneros sobre Tumbalá, ese héroe costeño de la resistencia, invisibilizado en la historia pero presente en las crónicas. Les explico cómo él y su altar ceremonial representan una parte vital de la memoria de la isla. Entonces, saco un libro y les muestro una fotografía antigua. En ella, no se ve más que un hueco. ”Aquí estaba el altar ceremonial,” les digo. 

El arqueólogo alemán Max Uhle, pionero en la arqueología andina, llegó hasta Campo Alegre atraído por la importancia del templo de Tumbalá. El mismo hueco que ven en la foto sigue allí, como una herida abierta. Don Pedro, Helio, Eddy, Don Víctor, incluso Doña Chelita, todos reconocen el sitio en la imagen. Uhle afirmaba que este templo era el más grande e importante de la isla. 

Alguien me pregunta cómo pudo haber llegado ese arqueólogo hasta aquí. Mientras me escuchan atentos, les cuento que, en 1922, el arqueólogo alemán Max Uhle desembarcó en el puerto de Guayaquil, entre cruces que flotaban en la ría. Caminó por el malecón con su sombrero de ala ancha protegiéndolo del tórrido sol. A medida que avanzaba por las calles empedradas del centro, lo envolvía el aroma del cacao, símbolo de un progreso que beneficiaba a unos pocos y dejaba en la ruina a muchos: los subalternos que habitaban conventillos en las periferias de una ciudad en constante expansión.

Al llegar a los alrededores del Palacio Municipal, se encontró con una multitud congregada en torno a un altar ceremonial recién desenterrado en la Isla Puná. La fascinación colectiva giraba en torno a los mitos de sacrificios apocalípticos.

Uhle, atento observador, se abrió paso entre la gente hasta llegar al altar: un megalito imponente, una escultura de piedra y concha primigenia, tallada con figuras totémicas de un cocodrilo y un jaguar que parecían acechar bajo el sol eterno. Comprendió de inmediato que debía viajar a la isla Puná para conocer el origen de aquel vestigio.

Al arribar al antiguo Pueblo del Estero —hoy Campo Alegre—, a un kilómetro y medio del pueblo, encontró las ruinas del templo ancestral. Era el único que había sobrevivido al destructor de templos, Fray Vicente de Valverde, primer obispo de América del Sur, quien en su huida a España en 1542 cayó víctima de la justicia de los punaes. Siguiendo el consejo de los viejos caciques, el líder Tumbalá ordenó su decapitación como castigo por el saqueo, el asesinato de su gente y la destrucción de sus templos.

Las ruinas, de 50 metros de largo y con base de piedra canteada alineada hacia el norte, aún conservaban un socavón en el centro, prueba irrefutable de que de allí fue arrancado el altar ancestral.

Uhle escribe en sus apuntes arqueológicos: “Este es el templo de Tumbalá.” Con el sol delirante, imagina recorrer las mismas sendas que alguna vez atravesaron los antiguos de Puná. El viento arrastra el aroma a palo santo, que acompañaba fielmente los rituales siglos atrás.

 Fotografía del sitio arqueológico, donde dos comuneros posan junto al socavón, tomada por Uhle, tomada del archivo fotográfico del Ibero-Amerikanisches Institut Preußischer Kulturbesitz en Berlín


3. El contenedor de la memoria perdida

En septiembre de 2003. Fui contratado por el Museo Municipal de Guayaquil para hacer una réplica del altar ceremonial punáe. Era un verano frío de cielo nublado. La ciudad estaba envuelta en una melancolía muy mía. Mientras trabajaba en la réplica, mi gran madre, mi mamita Piedad, fallecía. Soy el nieto mayor de su hija mayor, sangre de su sangre. Ella me cuido siempre, me llevaba de niño al museo, donde jugaba con plastilina descubrí tempranamente el altar y empecé a modelarlo jugando para desentrañar sus historias sobre los rituales que allí se celebraban. Le preguntaba: “¿Quiénes fueron ellos?” Ella sonreía y me decía: “Son nuestros ancestros.”

Nací y he vivido en el centro de Guayaquil, justo al frente del museo municipal. Iba y venía de mi casa, esperando lo inevitable y acelerando el trabajo de la réplica del altar con manía para olvidar. En esos duros días nos visitaron los dirigentes de Puná a ver el proceso de la elaboración de la copia. Miran y murmuraban: que nos devuelvan la original no la copia. Fue la primera vez que conocí a Don Pedro Tomalá, el renaciente, que resiste extrayendo conchas prietas, descendiente de antiguos capitanes de las grandes balsas, sediento de justicia, como aquellos guancavilcas nacidos de la comunión entre lagartos y jaguares. También conocí a Don Eusebio Gonzabay, quien es Eusebio durante el día, Vicky por la noche, que ocultaba sus penas mientras cuidaba de sus chivitos. Sufrían silencios colonizantes que quebran sus vidas. En este tiempo nefando, sus historias de toquilla tejían un grito enchaquirado de justicia.

Ellos me decían mientras pulía la réplica: -Maestro, interceda con sus buenos oficios ante el gran padrino de la cultura para que nos devuelva nuestra piedra-  Conmovido, estrechaba sus manos y asentía con la cabeza, viendo sus miradas de ternura, como quienes han perdido a un ser amado.

-Queremos la piedra original, no una copia-. Y con toda la razón. Una réplica no puede contener la memoria, la fuerza ancestral de los rituales, ni la energía sagrada de siglos de ofrendas. El altar ceremonial, arrancado de su lugar de origen, sigue siendo una herida abierta en la historia de la comunidad de Puná.

Esta promesa me llevó a formar con los años el Movimiento Comunitario Tumbalá Vuelve. Reivindicamos la lucha de nuestras culturas ancestrales mediante el arte y la memoria. Visibilizamos al Cacique Tumbalá y abogamos por el retorno del Altar Ceremonial Punáe, actualmente en el Museo Municipal de Guayaquil. Mediante proyectos artísticos de vínculo con la comunidad como “Sembrando Altares de Memoria," fortalecemos la identidad y resistencia comunitaria.

La réplica se hizo para que el original regresara a la isla, una demanda de los comuneros de Puná que sueñan con recuperar su patrimonio. Han pasado veinte años desde entonces, y hoy, en 2024, los comuneros siguen reclamando la devolución de su altar. En estos viajes continuos a la isla, he conocido a sus familias, el significado de comunidad, y los acompaño en su lucha por recuperar lo que les pertenece: su memoria.

Han sido tres días de fiestas que buscaban curar el tejido social lacerado de estas comunidades, que han resistido extirpación de idolatrías, reducciones, extractivismos,  genocidios culturales continuos y exfoliación de sus tierras por parte de camaroneras que arrasan el manglar. Atrás de mí quedan las sombras de los últimos manglares, el espectro de Don Goyo lanzando su atarraya por última vez. Retorno al continente; el mar  está picado, se encuentra en quiebra, resonando el grito de las comunas olvidadas.

El altar sigue siendo un símbolo de resistencia, un vínculo entre el pasado y el presente, entre la lucha de Tumbalá por volver y el esfuerzo actual de su comunidad por preservar su historia y su identidad con el retorno de su altar ceremonial.

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  • Image Credits:
    <p class="p1">Camilo Egas, Siembra (1923). / Cortesía del archivo digital de la Fundación EACHEVE</p>

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