La obra retrata el trabajo invisible de las mujeres jornaleras en los campos de fresa de Huelva, donde el brillo del plástico encubre la violencia del capitalismo agroindustrial. Montilla enlaza la historia del latifundio y la migración andaluza con la actual explotación de mujeres migrantes, evidenciando la continuidad entre colonialismo y extractivismo. Aquí, el campo no es paisaje: es fábrica, frontera y espejo de una lucha que sigue enterrada bajo los surcos de la tierra.
I.
LA TIERRA DE LAS MUJERES
No realizaban labores agrícolas solo en las épocas de mayor trabajo, ni se dedicaban a las actividades más delicadas y primorosas, como si hubiera un tipo de trabajo en el campo propio de las mujeres.
Escardaban la tierra para sembrar. Y también abonaban, acolchaban, cultivaban, labran, araban, entresacaban, recolectaban y seleccionaban los frutos del campo.
Aunque hayan protagonizado la vendimia o la recogida de la aceituna, aunque se hayan montado en los trillos para separar el trigo de la paja, empuñado las azadas para remover la tierra y cargado las espuertas llenas de tomates a sus hombros, aunque hayan estado presentes en las luchas por la tierra, han sido invisibilizadas y desposeídas de su trabajo.
Muchas de ellas eran y son jornaleras. Una jornalera es aquella que labora para otro a cambio de un salario diario. También se la llama temporera, bracera o faenera. Y no cuenta más que con sus brazos y manos para ganarse el sustento. No es una agricultora porque no tiene tierras, ni propias ni arrendadas, y está sujeta a las faenas agrícolas estacionales y al desempleo. La jornalera no tiene los mismos derechos y prestaciones sociales que el resto de las obreras porque está inscrita en un régimen especial de la seguridad social.
No todas las jornaleras obtienen los mismos ingresos. Las hay que salen adelante sumando trabajo agrícola, trabajo no agrícola y subsidio del paro. Mientras que otras, las que vienen con un contrato en origen sólo para faenar en las campañas de frutos rojos, no ganan lo que les prometieron. También están las nómadas, que malviven migrando por nuestra geografía al ritmo de las campañas, ahora vid, mañana olivas y pasado naranjas.
Las jornaleras son muchas, los propietarios de la tierra pocos. Y se dice que fueron un producto de los grandes latifundios del sur, especialmente de Andalucía, donde su número era mayor que en otras partes del Estado. Ese ejército de reserva trabajaba por un mínimo salario.
Mi madre fue jornalera. Hasta que migró a la ciudad a servir no comía más que pan con aranques y naranjas, porra fría y, de vez en cuando, garbanzos. Casi dos millones de andaluces migraron entre los años cincuenta y sententa para huir de la misería. Así las cosas, resulta paradójico que no reconozcamos que la explotación conduce a la migración a las personas que vienen de África, Asia o América Latina.
Las jornaleras de este vídeo trabajan en invernaderos de frutos rojos onubenses. Los túneles de polietileno han transformado los bosques roturados en un vergel, el campo en un mar de plásticos. El paisaje del interior pueda resultar hermoso, pero el plástico, que es translúcido, deforma la realidad y normaliza la explotación. «Los invernaderos [son un] oasis de producción ingente que ha hecho de la provincia un lugar próspero, pero solo para unos pocos». (Mbomio, 2024: 16-17)
Las temporeras, en el tajo, se agrupan en cuadrillas, trabajando por parejas, una a cada lado de un lomo cubierto por un plástico negro, bajo una bóveda de medio punto coronada por un cielo sintético. En los túneles, «las fresas son las reinas y las recolectoras, vasallas que las van metiendo dentro de cajas colocadas en unos carritos que empujan a medida que avanzan» (Mbomio, 2024: 19). Cuando la caja está completa se levantan y caminan unos metros hasta «depositarla en palés que se llevan a los almacenes para su manufactura (Mbomio, 2024: 20)».
«El plástico es peor que la lupa. Si fuera brilla el sol, dentro quema. El aire […] pesa y, al y, al entrar por las fosas nasales, abrasa las vías respiratorias» (Mbomio, 2024: 13). «Que las jornaleras no hablen es algo habitual, puesto que temen escupir fuego en lugar de palabras». (Mbomio, 2024: 160)
El campo, con personas africanas del sur del Sáhara, marroquíes, rumanas, búlgaras y latinoamericanas, parece, como dice Lucía Mbomio, la ONU. Parte de las jornaleras viven junto al tajo, «en barracones que disponen para ellas los empresarios […], una suerte, entre comillas, de la que otras jornaleras no gozan. [La cosa es distinta entre la mayoría sin contrato: residen en asentamientos infrahumanos. Ese] grupo, el de la incertidumbre perpetua, nunca sabe si al día siguiente podrá volver a la finca en la que ha trabajado […], si será requerido en otra o tendrá que quedarse de brazos cruzados. Tampoco tienen claro si, aún dejándose la piel en el campo, les pagarán lo prometido y a tiempo. [...] De modo que al estrés térmico bajo el plástico se le suma el económico (Mbomio, 2024: 20)».
Años atrás había personas blancas en el campo, compañeras de fatigas y luchas. Hoy, «buena parte [...] pueden permitirse una vivienda, [y a algunas, las nuevas jornaleras] les recuerdan su pasado de pobreza» (Mbomio, 2024: 95).
«El distanciamiento [entre personas temporeras nacionales y extranjeras] fue gradual y coincidió la llegada de personas [africanas]. Un porcentaje importante lo hizo en situación irregular y aceptaron cualquier propuesta laboral por bajo que fuera el sueldo. (Mbomio, 2024: 20).«Eso generó desconfianza y antipatías entre la población local blanca, [que] dejaron de culpar a los de arriba para responsabilizar de su mala situación a los que estaban [más] abajo» (Mbomio, 2024: 96).
II.
LA DISTANCIA CORRECTA
La imagen de la trabajadora temporal del campo en Huelva está regulada por instancias ajenas a su persona. No le pertenece, como tampoco es dueña en el tajo de su sed, su apetito o incluso su fisiología. No se la puede filmar trabajando, ni más allá de su jornada laboral, so pena de exponerla. El patrón decide cuándo, cómo, dónde y quién puede registrarla, y genera un perfil en connivencia con los medios dominantes. La fuerza de trabajo y el cuerpo figurado de la jornalera pertenecen al amo. La imposibilidad de su registro directo impone la creación de un documento a partir de su ausencia.
Los reportajes sobre las bondades del negocio de la fresa arrancan con un plano general que nos muestra a un grupo de trabajadoras indiferenciadas. Pero las jornaleras no son todas iguales, por más que el estereotipo incida en imágenes arquetípicas que ilustran un imaginario común, como aquel de antaño de la adulta o la anciana con el rostro surcado de arrugas, desdentada o perennemente enlutada. No son una categoría homogénea ni un colectivo inmutable, aunque cubran sus cabezas con pañuelos y gorros de paja y se tapen el rostro con telas para protegerse de sol impenitente.
En el pañuelo de la temporera marroquí, sin embargo, se vuelcan prejuicios sobre el Islam y los musulmanes. Cubrirse el cabello, en este caso, las distingue del resto y es percibido como un mecanismo de subordinación. Esa visión orientalista y desvalorizada que hace del hiyab un símbolo opresor, las convierte en hipervisibles, y a la vez se traduce en su exclusión de la vida pública, social y económica. «El asunto del pañuelo […] se usa contra el Islam, pero también contra las mujeres, que ven como su cuerpo es objeto de regulación dentro y fuera de sus países de origen» (Mijares y Ramírez, 2008: 133).
En el cuadro, una pequeña legión de las temporeras, vestidas con un uniforme de recolección disparejo y desgastado, se vislumbran al fondo. No alcanzamos a ver sus rostros con el espinazo doblado entre matarroles, mientras realizan movimientos constantes y repetitivos que nos recuerdan los gestos de los obreros en la cadena de montaje. En primer plano, frontal o de tres cuartos y en plano medio, se sitúa el dueño de la plantación, ese heroíco empresario que ha liberado a las gentes del territorio de la misería. «En la composición resuena el lugar asignado a las mujeres en la agricultura desde principios del siglo XX: fuerza de trabajo relegada a un segundo plano, trabajadoras, pero no como peso activo sino como acompañantes del varón» (Ortega López, 2024: 95).
Una jornalera, siempre magrebí, aún habiendo en el campo rumanas y búlgaras, aparece, a veces, en un plano medio o primer plano. Se la muestra como una trabajadora dócil y agradecida por la magnanidad del amo. No habla castellano, «solo frases sueltas, las suficientes como para poder llevar a cabo la tarea que le encomiendan sin quejarse demasiado» (Mbomio, 2024: 96). No no los enseñan, pero hemos leído que vive aislada en un alojamiento junto a la finca y tras una cancela, por lo que le resulta difícil familiarizarse con el idioma y la sociedad locales, forjar lazos con personas que no sean sus compañeras, y tener acceso a los servicios. Quien la entrevista elude las cuestiones sobre sus calamidades.
«'No tenemos medio de transporte y para llegar al pueblo tenemos que caminar hasta la carretera y después hacer autoestop', narra Jamila. 'Nos llevan una vez a la semana a hacer las compras y nos dicen que no podemos salir solas. Si sales sin permiso, al día siguiente viene el controlador a revisarte las cajas y ver si has cogido un cierto número de kilos. Yo creo que esa es una forma de castigarte por haber salido', asegura Samira» (Castro y Pinto, 2023: 89)
Cuando la cámara se acerca es para mostrarnos las manos de la recolectora, siempre raudas y precisas, en un plano de detalle. Las trabajadoras del campo tienen las manos rudas, pero, según los patrones, la delicadeza de los dedos y las palmas de las faenan bajo el mar de plásticos impiden que la fruta se malogre.
El trabajo de las manos está inscrito en su apariencia, ese trabajo deja marcas donde podemos leer las memorias de las vidas. Y aunque las manos de las temporeras son manos encallecidas, duras, no son solo trabajo. También son manos que modelan el pan y la tierra. Son manos que acarician y cuidan, que se entrelazan y se levantan en un gesto de solidaridad y compromiso colectivo.
Las jornaleras son la espina dorsal de la labor agrícola onubense. Las que doblan el lomo y trabajan duro, agachan la cabeza y obedecen las órdenes del patrón, del manijero, de la encargada. La jerarquía por encima de todo: «a mandar patrón». Servidumbre como en otros tiempos en los campos de Andalucía. Se las califica como mano de obra, una denominación genérica e impersonal que las invisibiliza.
Las jornaleras de frutos rojos humedecen la tierra de los tajos con el sudor de su frente, amamantan el fresón, el arandano y la mora con su sangre, sostienen las cubiertas traslucidas de los invernaderos con sus huesos y maduran el oro rojo con su aliento. Las jornaleras pueden padecer «sed, hambre, malas palabras, dolores de espalda y de alma» (Mbomio, 2024: 95).
Los esfuerzos físicos que la penetración de la tecnología puede ahorrar en los campos de fresas onunbeses, ya están implementados. Pero esos aperos no han afectado al discurso de género dominante, de manera que las tareas técnicas, se siguen reservado a los varones. «La representación asentada en tiempo de la dictadura de un tándem natural entre varones y manejo de maquinaría agrícola y tecnología» sigue vigente (Cabanas, 2024: 276). Para la recogida están las delicadas manos femeninas.
III.
LO PROPIO Y LO IMPROPIO
La agricultura extensiva en grandes propiedades y el paro estacional de la mayor parte de los trabajadores, que no tienen o apenas poseen tierras, son la base económica, social y política del latifundismo. El jornalero, desposeído, está en el centro de los conflictos, y se enfrenta, de manera velada o virulenta, a los propietarios de grandes haciendas, cortijos y dehesas, los terratenientes, por las condiciones de trabajo y sueldo, y la reivindicación de la tierra. La tierra es la base de la estructura de clases.
Durante la Guerra Civil, se lleva a cabo la realización práctica de la resolución del problema de la tierra a través del reparto y del colectivismo espontáneo de haciendas en Aragón, Catalunya, Valencia o Extremadura. Con la victoria franquista las tierras volveran a manos de los grandes propietarios.
El régimen impone un Plan de Estabilización Económica que da paso al desarrollismo, y persigue modernizar la agricultura. La revolución verde trae consigo el extensionismo y la intensificafición de la producción con máquinas, que sustituyen a personas y animales, sistemas de riego y el uso profuso de pesticidas y fertilizantes. El campo se industrializa y de una producción variada se empieza a pasar a la especialización. Los pequeños campesinos abandonan unas tierras que no pueden capitalizar, el desempleo aumenta, sobran los brazos, y los jornaleros migran a la ciudad, que reclama mano de obra industrial.
En cuanto a las mujeres, la asignación de tareas no remuneradas ni contabilizadas socialmente que las empujaba a abandonar el campo desde la crisis agraria finisecular y la modernidad urbanizadora, persiste. La degradación y marginación de las labores agrícolas que realizan, consideradas subsidiarias o complementarias de las de los varones, su ejecución de los trabajos menos mecanizados y más esforzados, y la enorme presión del trabajo doméstico y reproductivo, convierten la urbe en un polo de atracción para las jóvenes, que buscan actividades labores de verdad en el sector de servicios.
En democracia, las movilizaciones de jornaleros cuajan en la ocupación de grandes fincas mal cultivadas y el despertar de la conciencia nacional sobre la situación del campo andaluz. Esa llama prende frente al paro, el humillante empleo comunitario, las esperas en la plaza del pueblo a ser contratados por el capataz y la ilusión de trabajo en una propia tierra. La reforma agraría andaluza, sin embargo, acaba en un nuevo subsidio agrario y un Plan de Empleo Rural.
La entrada en la Unión Europea impone el monocultivo intensivo en la agricultura. El sistema fordista se agudiza en unos territorios con una clara tendencia a la desruralización poblacional, los tiempos de las cosechas se reducen al máximo, trabajando en cadena, empleando agroquímicos y tecnologías. Como a inicios de la centuria y durante el franquismo, las hijas de las jornaleras, sin reconocimiento social, con poco trabajo y, ahora, mayores niveles de formación, emprenden una huida a la ciudad. Donde también se reclaman brazos masculinos para la construcción.
En el agronegocio industrial, la falta de personas trabajadoras locales, su suple con gente procedente del Sur global, que coaccionada por la ley de extranjería, se convierte en la principal fuerza de trabajo. El monocultivo naturaliza unas condiciones laborales basadas en la explotación que tienen su origen en nuestro pasado colonial: un laboratorio de apropiación del trabajo vivo y de los recursos extra-humanos.
La actualización de esos viejos dispositivos de dominación se manifiestan hoy a través de las Contrataciones en origen por contingente, las Empresas de Trabajo Temporal o el empleo informal.
En la agricultura industrial, se reproduce algo parecido a la encomienda, el sistema de trabajo forzado de inicios de la expansión colonial que los conquistadores practiran sobre la población musulmana del Al-Ándalus, y que servirá ensayo para lo que más tarde se aplicará en los pueblos originarios de las Américas ampliar.
IV.
FLORES DE OTRO MUNDO
Érase una vez una fresa, la Fragaria chiloensis, que atravesó el océano Atlántico en el siglo XV desde la colonia, para cruzarse con otra fresa, la Fragaria virginiana, procedente del norte del mismo continente. Cuatro siglos después esa fresa grande, de color intenso y brillante, se llamó fresón, y se convirtió en el oro rojo de la zona costera onubense.
«Las fresas son tan pequeñas y tan frágiles que no se arrancan, sino que se acarician y caen sobre la mano, una a una y sin peciolo. Su recogida requiere mucho tiempo, tanto […] que los dueños de los invernaderos prefieren [cultivar] fresón, que tiene un mayor tamaño y se recolecta tronchando el pedúnculo» (Mbomio, 2024: 20).
En Huelva no había frutos rojos hasta que en los años sesenta «el padre de las fresas», Antonio Medina Lama, siembra en Palos de la Frontera semillas traídas de California. Poco a poco se impone el monótono paisaje de invernaderos y el plasticultivo se especiliza en el fresón, al que se suman la mora, la frambuesa y el arándano. En pocas décadas el litoral occidental andaluz se convierte en uno de los principales productores y exportadores de fresones.
El modelo del monocultivo onubense florece en otros lugares. En Europa, sin ir más lejos, se da en todo el sur. Ese modelo, el de la agricultura intensiva, genera importantes beneficios, pero no para el productor, que está en la parte ancha de un doble embudo; cuyos extremos ocupan biotecnológicas, comercializadoras y grandes distribuidores. El agricultor para mantener sus ganancias intenta producir más, explotando la tierra y los acuíferos, y reduce los costes, abarantando salarios y recurriendo a los cuerpos que trabajan más por menos, quejándose menos, aquellos cuerpos sobre los que operan las desigualdades ligadas a la raza, la nacionalidad, el género y la clase.
El capitalismo pone un precio diferente a la fuerza de trabajo de cada cuerpo. Cuanto más se aleja de los paradigmas de blanquitud, occidentalidad y masculinidad menos valor tiene su fuerza de trabajo. Los trabajos menos reconocidos y peor retribuidos, los desempeñan cuerpos de mujeres, de personas no blancas que no habitan en occidente. Como los cuerpos que sostienen el sector de los frutos rojos, cuerpos racializados y femininizados que provienen del sur global. Cuerpos invisibilizados.
¿Basta para hacer aparecer a quienes son invisibles registrar su imagen? ¿Es preferible dar carne a aquellas que no la tienen mediante una repetición en escena de lo vivido? La encarnación produce una corporalidad y es un vehículo para personificar. Las personas filmadas se convierten en personajes, que expuestos a nuestra mirada adoptan la identidad de quienes son imperceptibles. ¿Pero cambia alguna cosa tomar su forma corporal? La imposibilidad de grabar a las mujeres en el tajo hace que la mirada en este vídeo navegue entre la dificil referencialidad y su escenificación.
Las temporeras de frutos rojos procedían en el cambio de milenio de Europa del Este, pero con la incorporación de esos países a la Unión Europea, polacas, bulgaras y rumanas, tiene más poder de negociación. La patronal vuelve entonces su mirada a Marruecos, desde donde trae mujeres que con Contratos en origen por contingente, sinónimo de que se compromenten a volver a su país cuando la empresa deje de requerirlas. Los promotores del plan, introducen un elemento más entre los criterios de selección para evitar lo que llaman fugas y reducir las tasas de no retorno: tener hijos menores de 14 años a cargo.
«Vinieron tres españoles con una traductora y empezamos a pasar una por una. Siempre es igual: nos revisan la cara y las manos y escogen a las que ven que están fuertes. A las que llevan gafas no las quieren, porque dicen que no ven bien, y a las que están gordas tampoco. Miran las manos para verificar si han trabajado en el campo: hay mujeres que se pasan varios días antes de la selección aplicándose cemento en las manos para que se les pongan duras…, cada una se busca la forma de pasar la selección. Nos tratan como si fuéramos mercancía» (Castro y Pinto, 2023: 87).
Importar mujeres para exportar fresas se llama migración ordenada, un eufemismo parra decir que la migración está en relación con las necesidades del mercado laboral y no con las de las personas.
V.
UN COBIJO EN EL MONTE
Las trabajadoras marroquíes venidas en contingente que no vuelven a Marruecos se convierten en las más vulnerabilizadas. «La falta de papeles las condena a los sectores informales y más invisibles de la economía: trabajo de hogar y cuidados, prostitución de supervivencia, comercio informal y, sí, también el campo» (Castro y Pinto, 2023: 90).
Muchos negocios incorporan a sus cuadrillas personas sin papeles en los momentos álgidos de la campaña. Es ilegal, pero es una práctica habitual.
En los poblados de chabolas se instalan hombres y mujeres provenientes de países del Sur gobal todavía no tienen papeles, pero también personas en situación regular a las que se niega el alojamiento por motivos raciales o que no pueden costearse una vivienda. Los pinares dan cobijo a personas «cuyo color de piel va desde el marrón arena hasta uno tan oscuro que vira al azul petróleo» (Mbomio, 2024:19). Ese ejercito de reversa se desplazan de un enclave estacional a otro a lo largo del año, siguiendo el rastro de migajas de las cosechas: de los frutos rojos en Huelva, a la fruta de hueso en Lleida, las uvas en Albacete y la Rioja, los cítricos en Valencia o la aceituna en Jaén.
Una chabola no es una barraca, ni una cabaña, ni una choza, aunque comparta con ellas las escasas proporciones y la pobre construcción. Charlotte Worm dice que son todo aquello que se construye ilegalmente o en las zonas grises del derecho. Las onunbenses son cubículos, construidos con palés y plásticos, que se arraciman en asentamientos boscosos cerca de los campos
Los asentamientos, sin acceso a agua potable, electricidad, inodoros, duchas, recogida de residuos ni otras infraestructuras básicas, son insalubres y segregan social y geográficamente a sus habitantes; unas personas a quienes negamos muchos derechos y que nos proporcionan la mayor rentabilidad al más bajo coste.
Las mujeres que residen en los poblados chabolistas son sospechosas de fugarse, de prostituirse, de no contar con una estructura familiar convencional, de cuidar mal a sus hijos.
No parece emancipador vivir en un asentamiento, pero las que los habitan pueden tener más oportunidades que retornando a sus pueblos. Las chabolas les permiten ahorrar el máximo dinero posible de lo que obtienen con su trabajo y tener más autonomía personal que aquellas que viven tras las cancelas, junto a los tajos.
Quienes habitan en los poblados no denuncian sus condiciones frente a las cámaras porque los exponen, y cuando lo hacen, nada cambia para bien. «Lo que tiende a suceder es que aparecen las excavadoras y tiran sus hogares. Da la impresión de que el problema no es aquello que provoca que la gente no pueda disponer de un alojamiento digno, sino que las infraviviendas contaminen visualmente un paisaje que, en realidad, ya está estragado por el plástico de miles de invernaderos. Dado que no se abordan las causas sino las consecuencias, las máquinas se van, pero los problemas se mantienen. Otras veces, las llamas destruyen sus hogares, y vuelta a empezar» (Mbomio, 2024: 318) desde la nada, con la salvedad de que la reacción de las autoridades locales ante los incendios consiste en no permitir que las personas reconstruyan sus viviendas, obligándolas a crear asentamientos nuevos en otros lugares.
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Cover: Julia Montilla, Strawberry Fields, (video still), 2025. Courtesy of the artist